jueves, 7 de julio de 2011

EL PODER DEL SILENCIO

"Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras"
William Shakespeare

En una entrada anterior hablamos del inmenso poder de las palabras, de su capacidad de creación y transformación. Pero como en este Universo de luces y sombras no hay yin sin yang, nos iremos también a explorar el extremo opuesto. Hoy el viento nos llega como un leve murmullo y nos trae en forma de suave brisa el recuerdo de las palabras que nunca se oyeron, que se guardaron para mejor ocasión, o que prefirieron seguir la ruta de las luminosas sendas interiores. Hoy hablamos del silencio.


“Creer, osar, callar”, dice un antiguo libro de magia, y el sabio Confucio que “el silencio es el único amigo que jamás traiciona”. Sin duda el saberse guardar las palabras, el callarse, o el escuchar antes de hablar, y el pensar lo que se dice han sido siempre asumidos como una regla de oro por aquellas personas que aspiraban a la elevación de su conocimiento sobre las cosas. El silencio siempre fue considerado como una gran virtud, pero de las más difíciles de practicar. Cuando las palabras exceden de lo necesario para transmitir el mensaje, cuando se parlotea en demasía, cuando se dan rodeos para acabar por no decir nada, y cuando se habla y habla sin parar, lo único que se consigue es hacer ruido. Hoy en día vivimos en la falsa adoración del ruido, y se desprecia el silencio. No es algo nuevo, desde luego, pero se está convirtiendo en algo muy frecuente. 


Pero, ¿por qué hay algunos que se empeñan en generar continuamente más y más ruido como una ponzoña que contamina cualquier espacio público y privado?. La respuesta ya la tenían los antiguos: porque en el silencio la gente piensa, reflexiona… y eso… eso es muy peligroso. Porque si las palabras son poderosas, más aún lo es el silencio.



Y como toda entidad poderosa, el silencio también ha sido, en diferentes formas, objeto de culto y veneración. Desde los tiempos remotos, los místicos de todas las religiones han decidido huir del mundanal ruido y refugiarse en montañas, bosques y desiertos, y allí, privados de toda distracción, contactar con la ardiente energía que sólo se manifiesta en ausencia de la bulla.


Los antiguos romanos, siempre tan prácticos, veneraban a Tácita, la “Dea Muta” (Diosa Muda), alter ego de la diosa griega Lara, diosa del silencio, y a ella dedicó el rey Numa Pompilio un templo, convencido de que en el buen gobierno de una nación esta diosa era tan necesaria como la de la elocuencia. Cuenta la leyenda que Tácita era una náyade, una ninfa del río Tíber, con fama de chismosa, y que, al enterarse de los devaneos del dios Júpiter con Yuturna, diosa de los partos y de las fuentes, fue a contárselo a Juno, la esposa de Júpiter. Pero éste, al enterarse de la indiscreción de Tácita, le arrancó la lengua, y ordenó a Mercurio, el dios mensajero, que la encerrase en el Infierno. Sin embargo, por el camino hacia las profundidades, Tácita y Mercurio se enamoraron, y ella, andando el tiempo, lo haría padre de dos gemelos, conocidos como los Lares, protectores de las ciudades y de los cruces de caminos.


Por otra parte, el valor del silencio, asociado a la prudencia y el respeto, siempre ha tenido una importancia clave en todos los rituales de iniciación dentro de ciertas comunidades religiosas. En las antiguas escuelas mistéricas griegas, los recién llegados debían pasar por la prueba del silencio. Durante meses o años, los discípulos sólo podían escuchar lo que decían los maestros sin pronunciar palabra, y, cuando esta les era concedida, debía ser usada con extrema discreción. Ni que decir tiene que esta durísima prueba inicial sólo alcanzaban a superarla unos pocos.


En los monasterios budistas orientales, los neófitos también eran sometidos a pruebas en las que se valoraba mucho su capacidad para guardar silencio, al igual que los novicios en los monasterios cristianos occidentales. Con respecto a esto último, y contradiciendo una creencia popular muy extendida, hay que aclarar que ninguna orden monástica cristiana contempla en sus estatutos la obligatoriedad del voto de silencio, ni siquiera las de los cartujos o los trapenses. Lo que sí existe en algunas es la restricción de la comunicación hablada a determinados momentos y espacios.


Pero la práctica del silencio no sólo ha estado restringida a la actividad de los místicos, porque también se hace frecuente uso de él en el ceremonial religioso que implica la participación de todos los fieles. Y, partiendo de este antecedente, desde principios del siglo XX, se empezó a generalizar la costumbre en determinados eventos colectivos, y no necesariamente de carácter religioso, de guardar unos minutos de silencio como señal de respeto ante determinados acontecimientos. La idea parece ser que surgió de Edward Honey, un periodista y soldado australiano que sirvió en el ejército británico durante la Primera Guerra Mundial, y cuajó durante la conmemoración del primer aniversario del fin de la guerra (1919), en la que se guardaron dos minutos de silencio en señal de homenaje a los fallecidos y damnificados por el terrible conflicto. Desde entonces, la costumbre se ha generalizado a otros ámbitos.


Y no nos olvidemos tampoco del silencio como medio necesario, aunque no imprescindible, para la realización de determinadas actividades que requieren una especial concentración mental.


Ante todo esto cabe preguntarnos sobre cuál es la razón por la que el silencio, bien como actividad frecuente o como ejercicio ocasional, sea considerado como una herramienta tan valiosa. ¿Dónde reside el poder del silencio? Para responder a esto tenemos que tener en cuenta que cuando la mente se sustrae de la percepción de estímulos externos, toda su capacidad de concentración se enfoca hacia el procesamiento de los estímulos internos. Estos estímulos, estas sensaciones internas, que a menudo quedan desapercibidas, pasan a ocupar el primer plano en nuestro pensamiento, y somos capaces de percibir mensajes y señales que habitualmente no vislumbramos


La meditación silenciosa no es en absoluto una actividad pasiva, como en principio se pudiera creer, sino al contrario, pues el cerebro pone en funcionamiento regiones que habitualmente se encuentran “dormidas”, y emplea para ello mucha energía. Por tanto, el silencio es una llave que abre la puerta que separa la consciencia cotidiana de la Gran Consciencia, y nos permite saber y conocer todo lo que nos propongamos. Ahí reside justamente su gran poder, y no perdamos, por tanto, esa llave. A propósito de esto, el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez nos dejó estos hermosos versos:

"No digas nada, no preguntes nada.
Cuando quieras hablar, quédate mudo:
que un silencio sin fin sea tu escudo
y al mismo tiempo tu perfecta espada.
No llames si la puerta está cerrada,
no llores si el dolor es más agudo,
no cantes si el camino es menos rudo,
no interrogues sino con la mirada.
Y en la calma profunda y transparente
que poco a poco y silenciosamente
inundará tu pecho de este modo,
sentirás el latido enamorado
con que tu corazón recuperado
te irá diciendo todo, todo, todo."


Y un viejo proverbio sufí también nos recuerda:

"No hables si lo que vas a decir no es más bello que el silencio"

Y les dejo con fragmento de vídeo musical que corresponde a una actuación de Paul Simon y Art Garfunkel, en la que interpretan la maravillosa canción “The Sound Of Silence”, estrenada en 1963. Y con ella, a modo de despedida temporal, les anuncio que este autor dará un pequeño descanso a la edición de este blog. Han sido seis meses de intenso pero gratificante trabajo; pero creo que ya he hablado bastante (jajaja), y también creo que ha llegado la hora de tomarme un respiro, y librarme de paso de observar las estadísticas, que sólo alimentan al insaciable ego (jajaja). Y me voy por un tiempo a hacerle compañía a mi siempre dulce, mi siempre bello, mi amigo, mi amado silencio.






¡Muchísimas gracias a todas y a todos!. Saludos, y hasta pronto.
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